domingo, 17 de marzo de 2013

LA ÚLTIMA CARTA


A lo largo de mi vida te he escrito tantas cartas... Cartas que jamás llegaron a tí...
En ellas te explicaba cuánta falta me hacía sentir tu presencia, tu cariño, tu aceptación. Me desgarraba en cada una de ellas de dolor, pues tu ausencia siempre fue muy amarga para mí.

Cuando era chiquita pensaba que de algún modo habías de quererme... Supongo que un niño no entiende que sus padres no lo amen, así es que excusaba tu falta de mil maneras diferentes, atribuía la culpa a cualquier cosa, a cualquier persona, pero nunca a tí.
Culpaba al tiempo, al trabajo e incluso a mi madre. Crecí con rencor hacía ella, y vivía enfadada con la vida porque me había separado de tu lado.
Y así llegué a la maldita adolescencia...

Al cumplir los quince años, más o menos, te re-encontré y empezamos a vernos algo más. Yo iba a tu casa en Arco de Triunfo a charlar contigo, a escucharte tocar la guitarra, a mirarte mientras pintabas o dibujabas, o me contabas historias... Seguía buscando tu compañía y que me aceptaras como a una hija.

Una noche te emborrachaste con licor de melocotón, también fumaste mucho...
Esto no sé si lo recordarás, pero pasó... Yo me quedé a dormir, me prestaste tu dormitorio, y una cama en el suelo. La habitación tenía un farolito rojo, y un espejo en el techo y, si no recuerdo mal, otro en la pared.
A media noche te metiste en mi cama, comenzaste a hablarme en el oído sobre el incesto, y como en otros países no estaba mal visto y era una cosa normal, y empezaste a tocarme.
No voy a añadir más detalle de lo que ocurrió, pues aún me duele y me violenta narrar algo así, sólo te diré que cuando te diste cuenta de que yo estaba llorando paraste y te fuiste de la habitación a dormir sobre tres cojines que había en el comedor, frente al despachito en donde tenías tu mesa inclinada de dibujante.
A la mañana siguiente eras tú el que lloraba, y me pedías perdón.

Pese a que aún estaba medio conmocionada por lo sucedido, tus desconsoladas lágrimas me conmovieron tanto que te perdoné en ese mismo instante, pero obviamente ya no volví a ser la misma.

Todo empezó a irme mal, las relaciones personales, los estudios... Me sentía tan sucia y vacía... Un estorbo tan grande en el mundo que sólo quería desaparecer de la faz de la tierra. Intenté suicidarme por tres veces, la última de ellas me practicaron un lavado de estómago, pero fue la segunda la más grave, pues no me pillaron a tiempo, y el médico le dijo a mi madre que o dormía tres días y despertaba, o ya no despertaba más. Ella te llamó, pero tú tenías cita con el dentista, o eso fue lo que le contestaste.

Mi madre se pasó esos tres días pegada a mi cama, sin moverse apenas, y cuando desperté me abrazó de tal manera, que me dí cuenta de que al menos había un ser en este mundo que sí me quería. Pero hasta mi tercer intento no reaccioné.

Fue cuando las enfermeras me miraron con aquel desprecio, y ante aquel trato casi vejatorio al hacerme el lavado de estómago, que me di cuenta de lo que estaba haciendo.

Pasado aquel trago horrible, me metieron por la puerta de atrás de un manicomio. Recuerdo que al ver aquellas enormes y pesadas puertas con aquellas ventanitas tan estrechas y pequeñas, agarré a mi madre de la mano y le pedí que no me dejase allí, porque entonces sí me iba a volver loca de verdad. Aún recuerdo las palabras de ella: "No sufras hija, yo no voy a dejarte aquí, pero como ya eres reincidente tenemos que pasar por esto, cariño."

No me solté un minuto de su mano, porque ella era lo único que me ataba a la vida y a la poca cordura que me quedaba.

Me entrevistó un psiquiatra, que más parecía el ayudante del jovencito Frankenstein que un doctor; y éste recomendó que acudiera a una psicóloga.

Pasé la terapia y si bien es cierto que aún seguían doliéndome tantas cosas, empecé a darme cuenta de que aquellos actos contra mi vida le causaban dolor a mi madre, y que ese dolor me lastimaba.

Durante algún tiempo mi relación con ella se suavizó, pero mis estudios seguían yendo mal, y mi madre se enfadaba duro conmigo por desaprovechar mi tiempo y mi inteligencia, así que volví a mi estado de rebeldía.

A los dieciocho ya era un pendón desorejado, como diría ella; me enredaba con hombres mucho mayores que yo... Supogo que andaba tan perdida que confundía mis sentimientos de tal manera, que iba buscando padres por todos lados a cambio de sexo.

Te voy a ahorrar el resto de mi historia desde aquel momento hasta el día en que te dije que ya no quería saber nada más de tí.

Concluí que había pasado mi vida tratando de agradarte y de acercarme a tí, de infinitas formas, y sin éxito alguno.

Comprendí y asumí que sí hay padres que no aman a sus hijos, que los ven como una carga u obligación de la que sienten deseos de huir. Y entendí todos tus desprecios, tus pretextos, que quisieras que te llamase Joan en vez de papá, etcétera.

Me dí cuenta de que el único amor incondicional que siempre estuvo a mi lado fue el de mi madre, y empezó a pesarme todo el dolor que yo le había causado a ella.

De nuevo volví a sentirme mal dentro de este pellejo mío... Pero como ya estaba en lo que se supone la edad adulta decidí acudir a terapia por mi propio pie.

Empecé a pedirle perdón a mi mamá... Primero interiormente, y después de viva voz.
Ella dice que no tiene nada que perdonar, que ya no se acuerda de todas esas cosas... Me decía: Déborah, el pasado, pisado. Perdónate tú y no te martirices más con eso.

Hace muy poco que decidí hacerle caso; creo que aún estoy en ese proceso de auto-perdón pues aún hay cosas que me pesan en el corazón.
Decidí empezar a cambiar rencor por amor, a canjear malos recuerdos por momentos lindos, heridas por caricias, dolor y llanto por besos y abrazos...

Y así poco a poco he ido llegando a la conclusión de que no quiero irme de este mundo sin darle todos mis "te quiero." De que quiero marcharme sin rencores ni dolores el día que me toque por ley natural, y disfrutar de la vida lo más que pueda mientras tanto.

Supongo que el hecho de ver morir a mi pareja a dos meses de cumplir los 27, y teniendo yo ya los treinta también contribuyó a este cambio en mí. No es fácil ver morir a alguien más joven que tú, y mucho menos cuando lo amas.

Hoy, te escribo esta carta. Con ella sólo quiero decirte que vuelvo a perdonarte, por aquella noche, por tu ausencia, por el vacío que durante tantos años ocupó mi alma...
Que he logrado perdonarme mis "errores" y vivir en paz conmigo misma, y que deseo que tú también lo hagas.

Quizá algún día, cuando estés a punto de abandonar este cuerpo mortal te asalten culpas, o te pesen todos los momentos que perdiste, o todos los "te quiero" que no me dedicaste...
No lo sé, pero si es así, déjalos ir y márchate en paz, porque yo te perdoné en mi corazón y no te guardo rencor alguno.

Entiendo que todos aprendemos de formas distintas y en diferentes tiempos, y que lo que nos parecen errores tan sólo son lecciones de vida que hay que pasar para ver con los ojos del alma, y no sólo con los físicos.

Te guste o no, hayas estado o no, eres parte de lo que soy, pues si hubiese vivido las cosas de diferente manera hoy no sería la Déborah que soy.

Así es que te doy gracias, porque tú también has sido un mentor para mí... Quizá no me enseñaste a caminar por la vida en la forma y de la manera que yo esperaba y deseaba, pero eres partícipe también de mi crecimiento interior.

Ya no espero agradarte, tampoco que me quieras... Ya no me es necesario tu amor porque aprendí a quererme a mí misma. Me costó tiempo y muchas lágrimas, pero al fin lo conseguí... Tal vez de haber sido todo un camino de rosas, me hubiese costado mucho más tiempo... No lo sé, pero eso ahora da igual.

Entiendo que vine a este mundo para aprender esas lecciones, y que me marcharé de él orgullosa de haber conseguido al menos un aprobado, aunque sea por los pelines.

Y deseo de corazón que tú puedas hacer lo mismo.

Un abrazo,

Déborah

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